miércoles, 8 de septiembre de 2010

Arte, Miedo y Libertad, La Plena Inmortal de Antonio Martorell

Estudiantes:

Este es el texto de una conferencia magistral ofrecida por el artista puertorriqueño Antonio Martorell en el Teatro de la UPR.  Es inédita (no se ha publicado) y su archivo gentilmente la ha facilitado para propósitos educativos. 

Si les gustaría tener más información, incluyendo ver entrevistas con el artista, pueden visitar su página:
http://www.antoniomartorell.com/
Disfruten!



Miedo, Arte y Libertad: La Plena Inmortal




Después de escuchar, vibrar y comenzar el meneo irresistible que provoca el laureado grupo Coralia bajo la dirección de la entusiasta amiga Carmen Acevedo Lucio y después de ser presentado con la generosidad y solidaridad que caracteriza a mi cómplice en el teatro y en la vida (si es posible establecer tan burda distinción entre dos realidades vitales) Rosa Luisa Márquez, después de quitarme una máscara para portar otra, esta vez de carne y hueso, me siento ante ustedes desnudo, pues no voy a cantar ni a bailar.

Lo primero porque nunca he podido hacerlo, lo segundo porque aunque me encanta, de modo literal, bailar, ser liberado por el encantamiento de la danza, no es éste el momento y me veo obligado, sin lamentarlo, que de lamentaciones ya tenemos bastante, a vestirme de palabras y a la vez desnudarme con ellas. Porque, aunque mi devoción por la imagen es incuestionable, hay verdades, o búsqueda de verdades que solicitan, que requieren, que quieren y vuelven a querer el decir con la palabra, el cuestionar con el verbo el actuar sustantivo.

Y de tres sustanciosos sustantivos se trata esta clase magistral que comienzo por cuestionar si es clase y si es magistral. Prefiero llamar a éste un acto conspiratorio que renuncia al secreto, una solicitud de alianza creadora en mutuo aprendizaje y mortal ambición por otro lado, el que resulte magistral o no en su doble sentido de pedagógica y de excelencia depende de cuan útil pueda serle a ustedes mis interlocutores y compañeros aprendices designados o voluntarios. Los tres sustanciosos sustantivos aludidos son: miedo, arte y libertad. Una trinitaria colorida y frondosa como las que abundan florecidas bajo el sol del sur en mi jardín de mi taller en La Playa de Ponce para estos días de estrés tardío, que no de hastío que nubla el horizonte boricua en esta temporada de huracanes, escándalo y desgobierno.

Pero no nos regodearemos en la desgracia que ella solita se encarga de emboscarnos, sino que miraremos de frente y con placer estos tres comprometedores vocablos: miedo, arte y libertad que nos invitan a saborearlos o a escupirlos según sea el caso.

Comencemos por el miedo, tan antiguo y persistente, ese ancestral acicate del arte provocador de esas imágenes que desde las inscripciones en las cuevas prehistóricas sirvieron para instrumentar conjuros y detentes, adorar presencias tutelares y divinidades protectoras. Sí, en los arbores, antes de que la primera línea fuera dibujada existió el miedo. La piedra, la madera y el barro nos brindaron sus superficies para en ellas afincar y afirmar la vida enfrentándose a la muerte. Y también horadamos esas superficies para profundizar nuestro conocimiento de ese vasto amenazante y oscuro universo que habitamos y nos habita.

Al representar por miedo y por medio de imágenes a los otros y a nosotros mismos, al traducir la realidad que vemos con nuestros ojos en la realidad que creamos con nuestras manos, nos apropiamos de una experiencia hasta entonces ajena y la convertimos en re-presentación suya, que no es mero espejo de sí misma, sino algo más, que ya no es ni suyo ni mío, siendo mucho más. Ese mucho más, es una nueva forma del conocimiento, una pista de verdades, en ocasiones contradictorias, pero que tienen el poder de desterrar el miedo de nuestro horizonte.

Si consideramos la inflación de precios que prevalece en el mercado internacional del arte hoy día con sus ridículas cifras estratosféricas y el sitial de celebridad conferido al arte y a los artistas en nuestra sociedad, nos percatamos de que, por desgracia, el arte en sí ha sufrido una penosa devaluación. Me explico. El valor del arte como instrumento del concocimiento, tanto de aprendizaje como de enseñanza (que no es lo mismo) de comunicar y compartir, hasta de revelación y también de enigmático, encuentro de acertijo provocador ha sido eclipsado, casi borrado, por la cantidad de dólares, euros y yenes desplegados en los medios difusores de información que han configurado una pantalla numérica terminando en ceros interminables a través de la cual apenas alcanzamos un atisbo, una breve y fugaz visión del arte mismo.

El arte como símbolo de posición privilegiada, de clase, el arte como mera ornamentación, como inversión económica, el arte como objeto de consumo, el arte por su capacidad para sorprender, incomodar o acomodar, el arte como auto proclamación de novedad, el arte como moda, el arte como espectáculo y entretenimiento. Todo esto y más puede ser y no ser arte, pero la suma de todas estas cualidades no es suficiente para abrazar con el cuerpo e inapresable e inapreciable del arte.

El arte se ha convertido en corto atajo para alcanzar el éxito que no es lo mismo que el arte como largos, azarosos e impredecibles senderos que se bifurcan en el bosque de la aventura, el riesgo que supone descubrir nuevas y viejas verdades que al descubrirse o redescubrirse resultan verdaderas verdades, asombrosas verdades, deslumbrantes verdades. Verdades, que ya sabemo más pronto que tarde, cederán su lugar a nuevos descubrimientos y redescubrimientos, verdades que serán sepultadas o servirán de funtamento a otras verdades en la incansable aventura del arte.

Resulta curioso que en nuestra particular pronunciación puertorriqueña las palabras verdad y beldad significan lo cierto y lo bello, lo ético y lo estético, la moral y el gusto, estas dos palabras verdad y beldad se pronucian igual: ¿veldad? Y que al solicitar información a un juicio emitido, a un parecer compartido, lo hagamos con una afirmación negada o una negación afirmada: ¿No veldad? Pero es que la lengua sabe cosas que el cerebro no entiende. Tanto la mana como el ojo son herramientas que no sólo obedecen los mandatos cerebrales, sino que adquieren vida y voluntad propia, se adelantan, avanzan, hacen de las suyas antes de que la conciencia aperciba y censure.

Y sin embargo, el miedo, ese atávico enemigo y también encubierto provocador de la aventura no ha sido erradicado de nuestro entorno. Allí, en esa pretenciosa persecusión del éxito, el miedo se esconde y asoma, en ese enpecinado camino hacia la fama, el miedo al fracaso (ya que el éxito se mide por el dinero y eI reconocimiento) el miedo aI fracaso se convierte en portentoso obstáculo del conocimiento, el enemigo del riesgo y la gozosa inquietud que resulta del no saber pero aventurarse en una apuesta responsable a la intuición alimentada por la disciplina, el oficio y el estudio crítico de una tradición siempre cambiante, jamás estática.

Aquí bien se vale un breve paréntesis sobre lo que a falta de mejor definición insisto en llamar riesgo responsable ya que el arte es una magnífica y necesaria oportunidad para ejercerlo, pero no la única. He podido observar que en nuestro país somos en extremo arriesgados y más que valiente, temerarios, en tres territorios indebidamente abusados. Estos son, no necesariamente en orden de importancia: la carretera, el bar y la cama aunque unos conduzcan a los otros. Somos unos tigres en la carretera, un barril sin fondo en el bar y unos jinetes al palo en la cama en donde nos jactamos de ignorar las más elementales precauciones dictadas por las epidemias que nos azotan y por el respeto vencido por el espeto a la pareja y a la paternidad y maternidad planificadas.

Quisiéramos que tan espontáneo y azaroso valor lo demostráramos con el riesgo responsabie en nuestros deberes comunitarios, en el asumir la libertad y sus consecuencias en vez de la sumisión y la complacencia. Ya abundaremos en esto más adelante.

Por ahora continuemos con el miedo y su función de desfunción en el arte que no es otra cosa que un reflejo de gran visibilidad y prestigioso marco del miedo prevaleciente en una sociedad enferma cuyos síntomas reconocibles son la desconfianza, el conflicto, las iniquidades, la injusticia y la violencia resultantes. El miedo a la diferencia, la sospecha del otro producto de la ignorancia son ingredientes esenciales en ese guiso indigesto contrario al banquete del arte, a su práctica enjundiosa tanto en su producción como en su perfección.

Conozco jóvenes de familias llamadas privilegiadas que no han tenido el privilegio de asomar siquiera a otra realidad que la propia. Jóvenes criados en urbanizaciones cerradas desde donde salen en automoviles cerrados a colegios cerrados y de alIi a clubes cerrados y cuya primera apertura a la vida de los otros, su primer contacto con un mundo fuera de su protectora cerrazón es su llegada a esta Universidad que es de Puerto Rico, de todo Puerto Rico, con sus ventajas y desventajas, sus armonías y conflictos y sobre todo con sus diferencias, que para bien sean, aunque a veces duelan.

Y aquí en la Universidad y donde quiera, el arte es una señal de transito ajena al letrero única salida. Es por el contrario una señal multidireccional llevándonos a distintos lugares y tiempos. Lugares desconocidos porque no sabíamos que existían hasta que arribamos a ellos, aunque esto no quiere decir que son nuestro exclusivo descubrimiento. Siempre seguimos las huellas de otros aunque no lo sepamos.

Cuando era un joven aprendiz en el arte (ahora sigo siendo aprendiz, aunque ya no soy joven) escuché la siguiente conversación entre uno de mis maestros, Rafael Tufiño y un acaudalado cliente norteamericano. El coleccionista, a quien aún no se le concedía tanta categoría, acababa de adquirir una pintura del Maestro y después de firmar el cheque, pero antes de entregarselo, le preguntó al artista a boca de jarro: Maestro, ¿cuánto tiempo Ie tomó pintar este cuadro? A lo cual el Maestro Tufiño, echándose atrás y disparándole una mirada por encima del doble escudo de sus gruesos lentes verdeazules, le ripostó sin pestañear: cuarenta y cinco años. Me tomó cuarenta y cinco años pintar ese cuadro. Que era ni más ni menos su edad en ese momento. El cliente, que aún no se consideraba coleccionista y que devengaba jugosos honorarios como abogado corporativo, inclinó la cabeza sabiendose perdido, le entregó el cheque al Maestro y emprendió con el cuadro bajo el brazo y el rabo entre las patas.

Reflexionando sobre este incidente muchos años más tarde, comprendí a cabalidad la lección que el Maestro impartió entonces para beneficio de quienes participamos de la escena. El abogado corporativo estaba acostumbrado a contabilizar el trabajo por jornadas cumplidas, no por talento desarrollado, por horas de labor, no por siglos de conocimiento. Al escribir un prólogo para la retrospectiva maravillosa de Tufiño unos treinta años después lo titulé: El lienzo milenario. Aquella pintura en particular, al igual que toda buena pintura resulta de la internalizada experiencia del artista y su mana pero también de siglos de la historia del arte, su interpretación, el intenso mirar de aquellos que saben ver, que aprenden y aprehenden por los ojos y por el desarrollo sensible de todos los sentidos reaccionando a esa prolongada mirada que descubre ritmo en el color, aroma en la textura, movimiento en la línea, volumen en el tono y luz en la sombra.

Porque el arte es un oficio aprendido en la experiencia unida a la imaginación y potenciada por el ejercicio de ese oficio para descifrar un misterio que se resiste a ser reve1ado. El arte, potenciado de este modo, se convierte en instrumento indispensable de la libertad, pero esta herramienta debe ser pulida en la práctica y esgrimida sin temor a lanzarse adelante, a ir más lejos y jamás quedarse corto por el temor a dañar lo ya logrado, lo que ya está bastante bien. Bastante bien no basta. En el arte, la palabra bien no es palabra que acepte disminución o aproximaciones.



Tampoco es cuestión de ser el mejor. Comparado con el deporte, en el arte la excelencia no puede ser medida en términos de tiempo y espacio — cuán rápido corre o cuán alta es tu puntuación en un desempeño atlético. El curso y discurso del arte no es lineal, aunque la línea sea uno de sus elementos, porque no existe un criterio exclusivo para juzgar la obra artística. Términos como el mejor, el número uno, el único, son inútiles excepto para propósito de promoción y mercado. Aplicado al arte, estos términos establecen criterios falsos que desorientan tanto al creador como al destinatario de la creación.

Así es que el arte, su producción, recepción y re-creación narran una historia de nunca acabar. Cualquier artista puede decirles que no importa cuán feliz sea el resultado final y la celebración que acompañe a la obra de arte terminada, nada compara con el gozo, la duda, incluso la angustia del proceso mismo. Quizás por eso el trabajo, la labor que supone el crear el objeto de arte es tan absorbente que uno se olvida del todo lo que es ajeno a él, involucrado como está en el acto creador, sus hallazgos y tropiezos.

Pues el arte te libera de la tiranía del tiempo y sirve también para luchar contra la tiranía que supone la opresión sea política, religiosa, social, económica, sexual, étnica o racial. El arte ennoblece cualquier tema y derroca toda autoridad ya que el arte puede ser tanto veneración como rebelión, celebración como condena, pregunta como respuesta. Lo que no puede y no debe ser es neutral, pasivo, insignificativo.

Si el arte te libera, esa libertad demanda ser atesorada y cuidada, alentada y defendida. Nunca he conocido a una persona que no posea algún talento artístico, pero la inmensa mayoría de nosotros vive su vida sin que ese talento sea reconocido, mucho menos desarrollado ese potencial. Hace tiempo estoy convencido de que el ejercicio del arte es esencial para el crecimiento y la práctica, tanto individual como coletiva, de la libertad comenzando por la selección de la superficie sobre la cual uno trabaja, su forma y tamaño, los colores que han de ser aplicados, la composición por desarrollarse, el tema a expresarse, pero más importante aún, quien es uno, quien soy en ese momento de la creación, ya que he sido otro antes y otro seré cuando ejecute el próximo trabajo y eso uno lo descubre haciendo. Uno también descubre qué tiene en común con su comunidad, qué lo diferencia de ella, como ambos factores son igualmente importantes, cómo distinguir y armonizar uno con el otro y como establecer y defender el derecho a la diferencia y a su manifestación.

Es harto sabido que los artistas a lo largo de la historia han sido sospechosos, y con razón, de ser subversivos. No puede ser de otro modo que seamos considerados subversivos porque los somos. Si analizamos el origen de esa palabra injustamente criminalizada, encontramos que significa literalmente descubrir, exponer el otro lado, el lado oculto, la visión alternativa y la naturaleza de aquello que requiere nuestra atención y transformación.

Por eso se han quemado libros, el arte ha sido designado como degenerado y los artistas perseguidos por la Iglesia y el Estado a través del tiempo. El miedo a la libertad no puede coexistir con la práctica del arte. O se opta por el miedo o por el arte. Porque e miedo genera miedo y el arte genera arte y sólo en el ejercicio de la libertad puede concebirse el arte.

Los críticos de arte con sus simplificaciones historicistas alguna vez me han catalogado como un artista post-modernista viviendo y creando en un mundo post-colonial. Se equivocan en ambos casos.

Soy un artista puertorriqueño que vive y trabaja en una colonia clasica de los Estados Unidos con la cuestionable distinción de ser una de las pocas colonias que sobreviven del antiguo orden imperial. Como aclaración debo señalar que no soy tampoco un artista post-moderno en el sentido estricto de la palabra, ya que la modernidad misma nos fue tan impuesta que todavía estamos tratando de bregar con ella, descubriendo sutilezas y decidiendo que usar y que descartar.

Tampoco se me puede ubicar o encajonar en la fácil cronología generacional pues mi comportamiento en las artes no corresponde a ninguna generación signada por el año de nacimiento. Por lo tanto me considero a mí mismo un artista degenerado y a mucha honra.





Antonio Martorell

19 de septiembre de 2007

Clase Magistral

Teatro de la UPR

Inauguración año académico 2007-2008